Recuerdo la sensación de desgarro en mi alma y aún, a veces, siento que me falta el aire. Recuerdo no soportar que nadie se acercase a mi bebé, ni que lo tocasen, ni que lo mirasen. Recuerdo cómo me sentía como un animal atado cada vez que su padre lo cogía en brazos. Recuerdo el agotamiento, las ganas de llorar, y recuerdo esa sensación de no poder hacer nada por cambiarlo.
Han pasado más de tres años desde que Carlo nació, y aún siento un nudo en la garganta cada vez que lo recuerdo. En mi caso, la sensación de rechazo no fue hacia mi hijo, fue hacia el resto del mundo.
«Tu madre parió bien y tú vas a parir bien»; «si haces ejercicio, te cuidas y vas preparada, el parto irá bien»… Creo que este fue el primer error, idealizar cómo sería mi parto, cómo sería el postparto, cómo iría todo… Porque nadie sabe cómo va a reaccionar tu cuerpo, cuál va a ser tu caso, cómo va a nacer tu hijo. En mi caso, una cesárea, después de una inducción frustrada. Miedo, mucho miedo de verme sola en un quirófano, rodeada de médicos, sí, pero sola, al fin y al cabo. Porque lo ideal es estar con alguien, con tu pareja, con tu ser querido, con esa persona que se encarga de apretar tu mano fuerte y repetirte una y mil veces que todo va a salir bien. Eso es lo ideal, pero no lo que siempre sucede.
Eterna me resultó la cesárea, desde que entramos en el quirófano hasta que escuché el primer llanto de Carlo, al que tuve junto a mí apenas cinco minutos, porque la anestesia me hizo vomitar. Después de eso, una sensación de duermevela hasta que desperté y pedí que me llevasen a la habitación, inundada en lágrimas, para estar cerca de mi hijo. Un tiempo que pudieron ser minutos, no lo sé, porque se me hizo interminable.
Recuerdo llegar, verlo en brazos de su padre, cumpliendo escrupulosamente cada instrucción que le había dado sobre un piel con piel hipotético que yo estaba convencida, en lo más profundo de mi ser, que haría conmigo. Lo cogí, se enganchó a mi pecho, lo sentí, y a partir de ahí…era incapaz de dejar que nadie lo tocase, ni las enfermeras para lavarlo, ni mi madre para que yo me incorporase, ni el papá para que yo descansase. Nadie.
Fueron pasando los días, las semanas, los meses incluso, y mi sentir no cambiaba. Seguía sin soportar que nadie lo cogiese, me dolía hasta el alma, se me encogía el corazón cada vez que se acercaban. Recuerdo las visitas como uno de los momentos más horribles de mi vida: los nervios, el agotamiento, la frustración. La lucha constante entre lo que «tenía que hacer» y lo que mi cuerpo y mi mente soportaban, porque era incapaz de entender lo que me estaba sucediendo, esa soledad, porque nadie me explicó que lo que yo sentía, entonces, era perfectamente normal.
Un año después, con las heridas ya cicatrizando, me quedé embarazada de Emma. Un embarazo que me liberó; una hija que, a día de hoy, me sigue liberando. «La experiencia es un grado», me decían, por la forma tan diferente en la que me enfrenté al segundo posparto, en el que viví las lágrimas, la tristeza, los repentinos cambios de humor y mis necesidades con mis hijos, de una manera más consciente y mucho más natural. Porque si necesitaba abrazar a mi hija, yo era la primera; si necesitaba refugiarme en ella, me refugiaría; si necesitaba tener a Carlo en mi pecho, lo tenía; y si necesitaba estar sola con ellos y con su papá, lo estaba.
El postparto, al igual que las necesidades de la madre, sigue siendo un tema del que se habla poco, y es necesario hacerlo. Desde que tuve a Carlo, he escuchado muchos testimonios de mamás que se han enfrentado a este periodo (o lo siguen haciendo, en algunos casos) de formas muy diferentes, pero si hay algo en lo que casi todas (por no decir todas, coincidimos) es en ese grito ahogado que sale de nuestras entrañas al mismo tiempo que nuestros bebés.
3 respuestas
Nadie te prepara para eso y jamás imaginamos tal situación. Hay que vivirlo para saber hasta donde pueden llegar esos sentimientos.
Totalmente de acuerdo contigo Carmen, cada una tenemos nuestra historia.